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Publicado en CULTURA

¡Qué viva la música!

Sábado, 14 Noviembre 2020 09:27 Escrito por 

Andrés Caicedo

Alfaguara, 2012

Por Mateo ‘Almaniin

Opera prima, publicada por primera vez en 1977, escrita por un joven autor colombiano, por entonces prácticamente desconocido, llamado Andrés Caicedo, cuya vida encuentra infinidad de paralelismos con la historia narrada en estas páginas por la Siempreviva, una jovencita perteneciente a la clase acomodada de su natal Cali (de donde también era originario Caicedo), y que nos describe de una forma ágil y vertiginosa el descubrimiento que hace del bien más preciado de todo ser humano: la vida.

Heredero de una tradición literaria marcada por la influencia del boom latinoamericano del realismo mágico, pero con un estilo propio que busca alejarse y abrir nuevas sendas para la literatura colombiana, nos encontramos aquí con una escritura que no busca sorprender ni encantar con formas y figuras pensadas, sino con el registro de la oralidad caleña en su estado más puro. Un lenguaje que rinde testimonio de la realidad en bruto, con toda la crudeza que le brindan a la Siempreviva, María del Carmen Huerta, las experiencias que narra a modo de autobiografía.

Una vida desperdiciada; esta es la mejor manera –la más exacta– de referirnos a la historia que conoceremos en ¡Que viva la música! Una juventud perdida, pues nuestra protagonista, una rubia, rubísima, renuncia a la vida llena de comodidades que le brinda su posición social, para adentrarse en los territorios más ásperos, turbios y sombríos del Cali de los años setenta; una ciudad perdida, al igual que nuestra Siempreviva, plagada de excesos, alcohol, drogas, sexo… pero también de música, de ritmos y armonías que son, justamente, lo que la mantienen viva, los que la hacen sobrevivir.

Este registro musical es, quizás, lo que más destaca y llama la atención de la novela, no sólo porque está llena –y se desborda– de referencias confrontadas; por una parte, el rock, símbolo cultural de la rebeldía característica de la juventud descarriada, y por la otra, la salsa, sinónimo de pertenencia al populacho que vive, día con día, únicamente con la esperanza de llegar al fin de semana y asistir a las pachangas, a la rumba que distrae a la gente de la realidad más desesperanzadora, la pobreza. ¡Que viva la música! es eso, precisamente, la musicalidad del habla caleña, la jerga, el argot, los modismos que Caicedo logra reproducir con su pluma magistral por medio de la escritura.

Esta obra, destinada a convertirse en uno de los clásicos modernos de la literatura en lengua española, se erige como una alegoría de sí misma, un canto a la vida que nos atraviesa como un relámpago. La de Caicedo es una escritura que no se detiene, al igual que la vida, y que, como esta, habrá de terminar abruptamente, tal y como comienza, como empezó y concluyó la vida de su autor, quien, apenas después de haber recibido el primer ejemplar editado de ¡Que viva la música!, puso fin a su existencia, no sin antes legarnos su más preciada herencia: la vida hecha literatura.

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